miércoles, 6 de enero de 2010
la casa de les Delícies
(...) Descorrieron las cortinas y quedó a la vista una ventana. A través de ella se veía el paseo de María Cristina que ya habían visto mientras venían. Verde, tranquilo, en silencio. Común, sin más; como, aparentemente, la casa.
El aire era pesado, y olía a cerrado y a naftalina; todos los muebles parecían antiguos, incluso más que el dependiente. Éste no parecía siquiera haberse dado cuenta de su llegada. Cuando llegaron las saludó con una inclinación de cabeza mientras ordenaba tarjetas, tarea que no había dejado de hacer en todo el rato. Al menos, eso hacía antes de que entrasen en el cajón y eso hacía cuando salieron. Sin embargo, pese al halo polvoriento de la casa y la falta de luz natural, la casa no estaba dejada. Parecía muy usada; trotada. Eso sí.
Laura comenzó a abrir la ventana mientras Ana miraba embelesada cómo las motitas de polvo flotaban en el ambiente. Con el haz de luz que entraba por la recíen destapada ventana todas aquellas partículas relucían de una forma inusual.
- ¡Oh!
La exclamación de Laura la sobresaltó y la hizo girarse. Rápidamente comprendió qué es lo que la había sorprendido tanto. A traves de la ventana -ahora abierta- se veía una larga extensión de trigo. Había espigas doradas hasta donde alcanzaba la vista. Era ya de noche en aquella ventana, y el cielo oscuro que se veía estaba plagado de estrellas. Las dos se preguntaban si aquello debía tener algún final físico, como la habitación del cajón, o si era todo un mundo en una ventana. Antes de que les diese tiempo de expresar su duda en voz alta, una lluvia de fuegos artificiales comenzó a caer sobre sus cabezas. Las dos, con medio cuerpo fuera de la casa, apoyadas en la repisa con dificultad, miraron hacia arriba.
Había un balcón a escasos metros de su ventana por el que se asomaban dos personas con bastante más comodidad que ellas. Un chico, castaño y feliz, abrazaba a una chica, que sostenía un tirador de coetes. No se habían dado cuenta de la presencia de las chicas e iban tirando coetes sin parar, haciendo que una lluvia constante de chispas cayese sobre las cabezas de las chicas. Parecían de los años cincuenta, o algo así. La chica tenía la piel clara y fina y el cabello ondulado, y él llevaba un pantalón por encima de una camisa de cuadros. Incluso la fachada de la casa que se veía ahora parecía de otra época.
Laura los miraba y sonreía con los ojos vidriosos, como cuando miraba una película, emocionada. Ana miraba la ternura con la que aquel chico rodeaba con sus brazos a la chica y, sin embargo, no le parecía sana. Había demasiada admiración y protección en el gesto, en la forma con la que él la miraba.
Conforme los observaban, cada vez él le parecía más vulgar y ella más distinta, como si la envolviese un aura o brillase de una forma especial. Pasó el rato, y mientras ellas mantenían un precario equilibrio en aquella repisa, la piel de la chica se fue transformando en porcelana, haciéndola parecerse, cada vez más, a una muñeca. Pero no paraba de tirar petardos, ni ellos de reírse; el ambiente seguía siendo festivo, romántico, antiguo y feliz. Hogareño y agradable.
En un momento dado, la chica, que ahora parecía totalmente una grotesca y gigantesta, pero hermosa, muñeca de porcelana las vio. Pararon de reírse al instante. A las dos chicas se les hizo un nudo en la garganta; el ambiente cambió radicalmente. En cuanto se dieron cuenta, aquella mujer articulada las apuntaba con su tirador de coetes y se preparaba a dispararles uno, enfurecida, mientras el chico la sujetaba para que no se cayese.
Se apartaron de la ventana justo a tiempo de ver como un cohete pasaba por el lugar donde estaban hacía un momento. Antes de cerrar la ventana oyeron una voz dulcísima que preguntaba "Les he dado, verdad?", y un tímido "Sí, mi amor".
Después de volver a correr las cortinas, las chicas se miraron, nerviosas, jadeantes y asustadas. El anciano seguía ordenando tarjetas.
(...)
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