martes, 9 de noviembre de 2010

I wanna swim into your cells

double sky
Cuando era pequeña mi madre me obligaba a ir a piscina. No había nada que odiase más. Se me daba fatal, y no hacía pie, y me ponía muy nerviosa. Creo que estuve toda la primaria en el carril de los niños pequeños. Además iba con mi hermana, y mi hermana nadaba tan bien! Sabía tirarse haciendo un flikflak hacia atrás. (...)
Pero había algo que me gustaba. O, al menos, aparte del recuerdo de la pelea del calcetín, hay algo que suele venirme a la cabeza cuando pienso en la piscina, y es con cariño. Recuerdo que salíamos de la piscina, mi hermana y yo, porque siempre venía a esperarme al vestuario de las pequeñas, con el pelo mojado, y ella siempre me hacía ponerme su gorro del piolín, porque me daba alergía el agua de la piscina y siempre salía como si estuviese enferma. Y era muy guai, ponerse un gorro en el pelo mojado. A esa edad aún no me preocupaba lo mal que me quedaría el pelo después (razón por la que, supongo, mi hermana me ponía el gorro a mí). Aún tengo ese gorro guardado, aunque no me lo pongo porque ahora sí me preocupa lo mal que queda el pelo después. Al salir siempre nos venía a buscar mi padre, con el gorditas, el coche que nosotras habíamos escogido. Íbamos hasta la acera de enfrente de los maristas, y había como un híbrido entre castanyera y quiosco, y mi padre siempre le compraba unas pipas a mi hermana y unas patatas de esas alargadas que saben a ketchup a mí. Luego nos llevaba a casa, y todo el viaje le dábamos la tabarra con que pusiese música. Y, como era viernes, cuando llegábamos, mi madre había hecho la masa de la pizza, y se había esperado a que llegase yo y le pusiese el tomate a las bases.

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